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Ha sido Narciso, sin duda, el símbolo del egocentrismo (o egoerotismo) durante buena parte de la historia de la sociedad occidental, concretamente desde los antiguos griegos. Con el relato de este mito (o en la actualidad con versiones modernas de este) se pretendía mantener alejados a los jóvenes —y no tan jóvenes— de la mala costumbre de quererse a uno mismo en demasía. Y este pecado, que también sanciona el catolicismo, es uno de los más notorios del artista. Sin embargo, precisamente el arte ha sido una de las vías para expiarlo. Veamos qué estratagemas han encontrado los artistas para ello.

No es hasta comienzos del siglo xvi, en Venecia, que se logró fabricar espejos de cierta calidad en los que era posible contemplarse de una manera bastante cercana a la realidad. Hasta entonces, no hubo una civilización (ni griegos, ni egipcios ni romanos ni etruscos) que hubiese estado realmente interesada en estos artilugios, por una parte porque eran objetos que proporcionaban una imagen muy distorsionada debido al material con el que estaban hechos (metal bruñido) y en parte porque todavía no se había alcanzado el nivel de refinamiento y que sí campaba a sus anchas durante el Renacimiento. Así las cosas, por primera vez en la historia, el ser humano pudo admirarse con todas las de la ley y con ello compararse con sus propios ojos con sus semejantes.
En este contexto, el artista, siempre un paso más allá en lo referente a la estética, proyectó este nuevo descubrimiento a través del autorretrato. Son muchos los pinceles que a partir de entonces sacarán a pasear a su ego, aunque fuese plasmado con óleo sobre tela: Velázquez, Leonardo, Rembrandt y un largo etcétera que llega hasta nuestros días. Podríamos decir que casi todos los artistas desde entonces han realizado o se han sentido tentados a realizar un retrato de ellos mismos, quizá el culmen del egocentrismo en el arte.
Pero hay otras maneras de manifestar el ego en los artistas, algunas más “peligrosas” que otras. Una de estas maneras peligrosas es sin duda medir la propia valía con la vara del dinero. Es decir, tanto vale tu obra, tanto vale el artista. Y son pocos los que logran sortear esta trampa. Se entiende que el arte debería ser un medio con el que poder expresar de una manera u otra las emociones, tanto las agradables como las que no lo son, un medio con el que expiar toda suerte de sentimientos, libre del mercadeo, libre del juicio (propio y extraño), sin ningún fin material. Sin embargo, nada más lejos de la realidad. Con el paso del tiempo, con la adquisición de experiencia y con las mieles del éxito, en muchas ocasiones pareciera que todas las buenas intenciones que acompañaban al artista novel se esfumaran de un plumazo. Por supuesto, esto no es solo responsabilidad del artista, sino sobre todo del mercado del arte, que, con sus largos tentáculos, en muchas ocasiones envenenados, desgaja de todo autenticidad la obra de arte —y de paso al artista— para convertirla en un mero producto de consumo.