A pesar de que los críticos y galeristas se empecinen en afirmar que el mercado del arte es muy amplio y que hay cabida para todos, lo cierto es que, como en todo mercado, existen líneas divisorias que colocan a los artistas en determinados escalones que se diferencian por el nivel económico que alcanzan sus obras.
Así, en la pirámide de este mundo, en su cúspide, se encuentran aquellos artistas establecidos a los que acogen museos, galerías y otros espacios de exhibición; a continuación, los que se encuentran en un momento de su carrera artística en la que están despegando (los llamados emergentes); y, por último, los que todavía no han encontrado (y quizá no encuentren jamás) una cuota de mercado que les proporcione pingües beneficios.
Y es que el mercado del arte no se diferencia tanto como nos gustaría pensar de cualquier otro mercado económico de esta nuestra sociedad capitalista. De esta forma, la ley que impera en el mundo del arte no es otra que la de la oferta y la demanda. Partimos de la base de que la oferta la impone aquello que las galerías consideran un buen producto, y que, por su parte, la demanda se instaura basándose en el valor de marca del artista (lo que suele llamarse branding). Y de este valor se establece el precio que se puede pedir por su obra. Es decir, como cualquier otro producto de consumo, son los diferentes elementos que componen esa marca personal lo que marcará el precio final de aquel. Y, en este sentido, hay que tener en cuenta que estos elementos no solo están compuestos por su obra, sino también por la proyección personal del artista, que en muchas ocasiones tiene más peso que la propia obra por separado. Y este viene definido, según los entendidos, por tres variables: el coleccionismo, los museos y las galerías. Y aquí encontramos también “clases”. Por ejemplo, no es lo mismo un gran museo de una gran ciudad (El Prado, por ejemplo) que uno menor de una capital de provincia; así como no es lo mismo una renombrada galería que una de menor importancia y menos branding. Por último, hay que nombrar a los coleccionistas, y aquí no podemos dejar de decir lo mismo que hasta ahora: tiene mucho más peso que un afamado coleccionista incorpore una obra tuya a su colección que lo haga un conocido.
Así pues, a riesgo de parecer poco románticos, podemos afirmar que el mercado del arte no difiere en nada de cualquier otro mercado. En él encontraremos especulación, amiguismo, demanda y oferta salvajes y sesgadas, mercados emergentes, consolidados y menores y toda la caterva de nichos ocupados y por ocupar.
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